Gustavo Granucci, el guardia golpeado por el vecino que no hizo la cuarentena, no perdona: “Todavía me levanto mareado”

Hace una semana recibió 20 piñas por parte de un personal trainer, en la garita de seguridad de un edificio de Vicente Lopez. Dolorido y en cuarentena, habló con Clarín.

La secuencia se repite y repetirá hasta el 29 de marzo: las bolsas con carne, papa, huevo, aceite y papel higiénico se dejan en la entrada. Alguien las apoya, suelta las manijas y camina hacia atrás. Recién cuando está a dos metros grita que ya está, que pueden abrir la puerta y acercarse a la reja. Del otro lado, la mamá de Gustavo Granucci se asoma. Tiene la boca tapada con barbijo. Saluda de lejos, se agacha, agarra con guantes las bolsas y las lleva para adentro, donde están su hijo y su esposo. Los tres permanecen en aislamiento sanitario.

Miguel Ángel Paz, un personal trainer y entrenador de deportistas, los obligó a separarse de la sociedad. Su cuarentena fue previa a la del resto de los argentinos. Este domingo cuando la mayoría lleve tres o cuatro días en sus casas, ellos cumplirán una semana de encierro. Deben mantenerse así porque pudieron haberse contagiado el coronavirus.

¿Cómo? A través de alguna de las 20 piñas que Paz le pegó a Gustavo en el cuerpo: muchísimas en la espalda y varias en la nuca, abdomen, cara y cabeza. O a través de las gotas que le escupió al hablarle a centímetros de distancia, mientras lo amenazaba. Hacía dos días que Paz había vuelto de Estados Unidos, país con alta transmisión del virus, y se negaba a quedarse en su casa. «No estás cumpliendo el protocolo de sanidad, tomátela de acá. ¡Salí de la guardia!», llegó a gritarle Gustavo, antes de empujarlo y sufrir la golpiza.

«Todavía me levanto mareado«, dice cuando ya pasó casi una semana desde la agresión de Paz y mientras su madre y el marido de ella acomodan las provisiones. Las trae a veces un sobrino de Gustavo y otra su papá. Él permanece en cama o sentado, en reposo. Tiene el tabique roto, cortes en la nuca y la espalda llena de moretones. Son morados, también azules. Manchas que sorprenden incluso a los médicos que entran con mameluco, lentes y guantes a chequear sus lesiones, tomarle la fiebre u oír su respiración.

El control en ese dúplex de Villa Ballester es estricto. Los picaportes, mesas, interruptores de luz, celulares, canillas, teclados y pisos se desinfectan con frecuencia. Cada uno tiene su vaso, plato y cubiertos. No importa cuántas veces se laven, no son intercambiables. Lo mismo pasa con las toallas. Y tanto al ir al baño como al ducharse luego tiran un preparado de lavandina y agua. “Son las recomendaciones que nos dieron. Es una licencia sanitaria que tenemos que cumplir a rajatabla los tres”, dice Gustavo. Para él la palabra cumplir tiene peso

Por eso, cuando escuchó que el presidente Alberto Fernández decía que había decretado una cuarentena de 14 días para los viajeros que llegaran de países donde el coronavirus tenía circulación colectiva, se lo tomó en serio. Era jueves 12 de marzo a la noche. Y mientras el discurso del Presidente se difundía en cadena, Paz bajaba las valijas del auto familiar. Lo hacía en la puerta del edificio de la calle Rosales al 2000, en Olivos, donde él vive y Gustavo trabaja como vigilador.

“Le avisé, me miró y sonrió. No dijo nada”, reconstruye. Al día siguiente, el viernes, Paz abrió la puerta de su departamento, bajó por el ascensor y por la puerta principal salió. “Le volví a decir que no podía y siguió. Con el encargado llamamos al 911 y al 107 pero no nos dieron bolilla. Nadie vino”.

El sábado a las 21 el teléfono de la guardia sonó. Gustavo atendió y escuchó gritos: “Te voy a matar”, “¿Vos me estás amenazando a mí?”. Cinco minutos después lo tenía a Paz en la puerta. “A los golpes se metió en la guardia y el desenlace fue lo que todos vieron en el video”. Después de pegarle, Miguel Paz reforzó: “¿Querés seguir hablando conmigo? ¡¿Querés seguir haciéndote el loco conmigo?!”.

Paz lo repetía mientras Gustavo agarraba el teléfono para llamar al 911. Cuando la Policía llegó, intentó escapar: “Bajó del departamento con un bolso y por suerte los policías que me estaban tomando testimonio pudieron pararlo”, dice Gustavo. Desde ese sábado su vida cambió. El domingo, en su franco, no pudo ir a buscar a su hijo de cuatro años a la casa de su expareja. Tampoco pudo quedarse el lunes con él.

“¿Qué estás haciendo papá que no me viniste a buscar?”, fue la primera pregunta que le hizo. “Hijito, me siento enfermo. Cuando me recupere voy, pero ahora no. Quiero preservar tu salud”, le respondió Gustavo. “Ah, bueno”, aceptó el nene pero al día siguiente y al otro y al otro consultó: “¿Cuándo nos vamos a ver? Te extraño y te amo mucho”.

Todos los días hablan y en esas conversaciones Gustavo elige las palabras: “No le quiero mentir pero tampoco preocuparlo. No quiero decirle a papá lo golpearon”. Pensar en su hijo y en lo que hubiera ocurrido no lo deja dormir: “Me pudo contagiar, pero también dejarme discapacitado o con alguna invalidez. Si eso pasaba cómo le daba de comer a mi hijo”, dice y no perdona.

No acepto sus disculpas. No las creo. A este hombre no le importan los demás”. Habla del video que Paz difundió días atrás, donde dijo haber sido un cobarde y que Gustavo “no merecía esa agresión”. No dijo “mi agresión”, sino “esa”. Una actitud muy diferente a la que se ve en el video cuando “mi” – “me estás amenazando a mi”- era reiterativo y denostaba superioridad.

Sobre Paz también habló el Presidente. En conferencia de prensa, dijo: “Un tonto no va a poner en peligro a la Argentina”. Fernández también llamó a Gustavo. “Me felicitó por mi acto cívico y me dijo que se va a hacer Justicia”.